Dios de cada uno quien conduciría sus decisiones presidenciales. Así
fue en el reciente pasado, cuando George W. Bush proclamó en 2005 que
fue Dios quien le había pedido invadir Irak. Dijo en conferencia de
prensa: “De alguna manera, Dios dirige las decisiones políticas en la
Casa Blanca”. Cuando se vio que esa guerra iba de mal en peor, un chiste
publicado en The New York Times presentaba a un consejero del
presidente preguntando: “Señor presidente, cuando Dios le pidió que
invadiera Irak, ¿le dio alguna idea sobre cómo salir de allí?”.
Se sabe casi todo sobre la religión de los candidatos republicanos.
Uno se proclama católico, al parecer del Opus Dei (Rick Santorum); otro
pertenece a la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días,
más conocida como Iglesia mormona, de la que fue incluso obispo (Mitt
Romney); y hay cinco que se declaran fieles cristianos evangélicos —en
España, los llamamos protestantes—.
Aunque la Constitución de EE UU garantiza que no pueda haber ninguna
religión oficial —Thomas Jefferson, uno de los fundadores, lo llamó “el
muro de separación” entre la iglesia y el Estado—, esta larga precampaña
indica todo lo contrario. La religión aparece por todas partes. La
presión es tanta que hasta Barack Obama se ha visto forzado a entrar al
trapo, para probar que es cristiano, no un musulmán peligroso. Un
humorista ha ironizado que acabará confesando que en tiempos fue incluso
monaguillo. “¡Es la religión, estúpido, no la economía!”, clamaba hace
unas semanas un profesor de la Universidad de Notre Dame du Lac (Estado
de Indiana), propiedad de la católica Congregación de la Santa Cruz.
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