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El ruso Viktor Bout ha sido condenado a 25 años por un juez neoyorquino

El tráfico internacional de armas se parece mucho a un perverso y capilar sistema circulatorio que lleva a regímenes paria, guerrillas, grupos terroristas y bandas criminales de cualquier rincón del planeta la sangre que necesitan para subsistir: armamento y municiones.
Hasta que, en marzo de 2008, agentes estadounidenses camuflados de milicianos de las FARC le tendieran una trampa en un hotel de Bangkok, Viktor Bout fue considerado una arteria de ese sistema. Sus operaciones le granjearon en el año 2000 el apodo de Mercader de la muerte, acuñado por el entonces secretario de Estado para África del Reino Unido, Peter Hain. Un tribunal estadounidense lo ha condenado este jueves a una pena de 25 años de prisión. Su caso es un terrible recordatorio del coste en vidas que tiene el tráfico de armas y del escaso esfuerzo ejercido hasta ahora por los Estados de medio mundo para frenarlo.
El ciudadano ruso Viktor Anatolievich Bout, que tiene hoy 45 años, empezó sus andanzas internacionales de gran calibre a mediados de los noventa. “En esa época, irrumpió en el mercado africano”, cuenta en conversación telefónica Kathi Lynn Austin, que trabajaba entonces para la ONU en el grupo de expertos sobre Ruanda y República Democrática de Congo y que ha seguido la pista de Bout durante años. “Bout era muy competitivo, porque tenía acceso a los descuidados arsenales de la antigua URSS; a cantidades de aviones que yacían inutilizados; y a pilotos que buscaban desesperadamente trabajo. Lo tenía todo, y muy barato”, dice Austin, que ahora dirige el Conflict Awareness Project, y que ha seguido todo el proceso de Bout, celebrado en Nueva York después de la extradición del preso de Tailandia a Estados Unidos.

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